'Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros', Iñaki Domínguez (Melusina, 2020)

Protagonista de la calle y de la noche, el macarra pertenece a la “aristocracia” descastada de chorizos y traficantes, chulos y busconas, drogotas, músicos y artistas, bohemios y noctívagos…; un personaje central del lumpen que está en franca retirada de plazas y antros urbanos, según escribe Iñaki Domínguez en Macarras interseculares (editorial Melusina). La obra es una crónica de casi 450 páginas que da voz a un puñado de míticos personajes callejeros del Madrid que va de los años 60 del siglo pasado hasta entrado el siglo XXI.

El macarra es un personaje muy madrileño, una especie en sí mismo, dice el autor. La misma literatura ofrece muchos precedentes, como es el chulo asiduo de sainetes y zarzuelas, o incluso en el siglo XVIII, ya Ramón de la Cruz los retrató en su insigne obrita Manolo. Iñaki Domínguez no se ha ido tan lejo en este ensayo. Ha entrevistado a una setentena de “macarras” madrileños ya desempleados o jubilados, y cuyos testimonios reproduce a veces bajo seudónimo, otras a cara descubierta como la de Juanma el Francés, Dum Dum Pacheco, Domi o el Francés…. Algunos fueron personajes muy conocidos de la calle, líderes de bandas urbanas, que dan cuenta tanto del mundo de la delincuencia madrileña que vivieron como de la fiesta y el ocio de una juventud que fue ocupando la ciudad, del centro al extrarradio, conforme esta crecía demográfica y urbanísticamente.

En este sentido, explica el autor, la intención del libro no es solo revelar las andanzas de estos personajes, ya de por sí tan atractivas como el argumento de una novela noir, sino “que he querido acercarme a ellos como si fuese uno de los hermanos Grimm. Estos, a través de sus célebres cuentos, quisieron capturar el espíritu que se expresa en el folclore y en la sabiduría popular, para que a través de sus mitos quedara registrado por escrito el espíritu de la nación y sus producciones. Algo así he querido hacer yo con estas narraciones urbanas, integrando las experiencias de los macarras en el ecosistema de la capital”.

Los personajes de esta etnografía del macarreo comparten tres variables: son personajes urbanos, con una clara identificación con el territorio o barrio que habitan y en muchas ocasiones con los institutos de los que proceden; son básicamente masculinos, se mueven en un ambiente de violencia, las más de las veces límite entre la delincuencia y la ley; y son jóvenes, y por ello más irresponsables y amorales y capaces de cualquier cosa, porque como dice uno de los entrevistados “con los años te vuelves manso”.

Capítulo a capítulo, Domínguez va recorriendo cada barrio, que suele estar controlado por una o varias bandas y así va tejiendo una geografía del lumpen madrileño -se incluye un mapa de la ciudad con las zonas que cada banda controla- que comienza en los años 60 con la mítica calle Costa Fleming. Esta corre desde el Santiago Bernabeu hasta Plaza Castilla y fue nervio de la prostitución del momento gracias a la llegada de los americanos a la base de Torrejón. Los marines oficiales se instalaron en el gran edificio Corea, mientras los soldados rasos vivían en el barrio de la Concepción, al otro lado de la M-30, que también tuvo sus antros. Las noches en esta época también incluían las ventas de flamenco en la carretera de Barcelona. A la clientela americana de las boîtes y mesones de Costas Fleming se sumó la española, entregándose a beber, follar y jugar a las cartas, principales divertimentos pues las drogas todavía no habían hecho su entrada triunfal. Aquí los macarras eran proxenetas y dueños de locales cuya supervivencia consistía en mantener contentos a comisarios y polis ya fuera a base de información o de que probaran el producto que trabajaban.

Otro de los barrios más populares de la ciudad es Lavapiés, que en los años 70 todavía mantenía un aire de vecindad con sus corralas donde todo el mundo se conocía y controlaba al que no era del barrio. En el tardofranquismo la policía estaba más preocupada por los subversivos y los activistas políticos que por la delincuencia, aunque ya operaban en la zona pandas de chavales macarras que se pegaban a pedradas y chorizos de bancos y joyerías. Pero hacia los 80, la droga hizo su presencia y Lavapiés, al igual que otros barrios de la ciudad como Callao, Malasaña o Vallecas, era uno de los típicos sitios de «pillar» hachís y también heroína. En lo 90 se asentaron los primeros “moros” y luego llegarían los chinos, abriendo tiendas. Hoy es una de las zonas más invadidas por la inmigración y donde la población original escasea.

Los locales actúan como polo de atracción en torno al cual se mueven las bandas y, además, muchas de ellas se encargan de la seguridad. Por La Conti de Cuatro Caminos (la estación de autobuses de la calle Alenza) se movía la pandilla del Callejón, banda formada por punkis, hijos de militares, camellos, adictos y expertos en artes marciales, entre los que destacó uno de los más violentos y descontrolados, el Punkito. En Vicálvaro estaba la sala Barrabás, habitual de heavies y donde solía actuar Leño. La banda más peligrosa a finales de los 70 era la del Carpio, del Parque Móvil (zona de viviendas construida para acoger a los conductores de los coches oficiales de los ministerios) que movía por Aurrerá. Y la más célebre la de los Ojitos Negros (de Delicias) integrada por el célebre boxeador Dum Dum Pacheco que se ocupó de la protección del cantante Camilo Sesto. En los 80 el rocker más famoso de la Movida, Juanma el Terrible, iba a Rock-Ola, así como el primer skin, Juanote y su banda Tercera Guerra Mundial; ambas tribus podían convivir entre ellas, pero no así con los mods. Precisamente, una reyerta entre mods y rockers acabó con el asesinato del rocker mulato Demetrio Lefler, lo que motivó el cierre de la célebre discoteca.

En los años 80 la gente comenzó a consumir caballo sin hacerse una idea del alto precio que pagaría por ello y de los terribles efectos sociales que acarrearía; además, pronto hizo acto de presencia el sida. También entraron otras drogas, como la cocaína, los tripis, las dexedrinas… Domi, un heavy de la primera vanguardia, nacido en Lavapiés y conectado a la delincuencia con una novelesca vida, cuenta que él tuvo pánico a la heroína “desde el minuto uno, viendo los efectos que tenía sobre mi hermano”, que falleció.

En esta década, la de la Movida, surgen míticos antros, como el Drugstore de Fuencarral, que abría las 24 horas y que fue uno de los lugares más violentos de la ciudad. Entonces el consumo de droga se extendía a muchas capas de la sociedad, no solo a gente marginal: abogados, políticos, artistas… (hay que recordar al alcalde Tierno Galván animando a la juventud a “colocarse”). Por lo que nada de extraño tiene que en los afters que proliferan, como el célebre Warhol de la calle Luchana, que abría a la seis de la mañana cuando cerraban todos los demás, “la gente se metía las rayas encima de las mesas”, en palabras de Domi.

Malasaña es otro barrio fundamental en la noche madrileña. Hoy pasa por ser una zona hípster, pero entonces era una de las más deterioradas y broncas. A finales de los 70 tenía tabernas y pubs que congregaban a una progresía (Sabina, Javier Krahe… en el Malasaña), pero poco a poco los traficantes se fueron imponiendo. Tras la revolución islámica, muchos iraníes se instalaron en el barrio pasando a controlar el tráfico mayorista de heroína y expulsando a los moros, lo que desencadenó reyertas y peleas. Se instalaron narcopisos. Por su parte, calles como Colón estaban controladas por los “negros” (africanos).

Domínguez recoge el testimonio del fotógrafo Alberto García-Alix, que por entonces regentó El Mala Fama, un popular garito en la zona, tanto como La Vía Láctea o el Pentagrama. Él recuerda que ya en los 90 lo peor eran los periodos de pánico, cuando no había heroína en Madrid: “Entonces se echaban todos los yonquis a la calle… y la Gran Vía se llenaba de adictos necesitados. Yo lo llamaba la Senda de los Elefantes”. El barrio estaba controlado por los rockers, con el King Kreole como cuartel de operaciones, que no congeniaban nada con los heavies y los mods. La película Quadrophenia (1979) era un modelo de conducta para estos. Había tres bandas de rockers: la de los Franceses, los Breakers y los Blue Cap. En los 90 aparecieron los skin-heads, aunque Juanote se anticipó.

El libro recorre muchas más tribus y geografías madrileñas, viaja a los siniestros poblados de la droga controlados por los gitanos, descubre la llegada del hip hop y el rap de la mano de los americanos de Torrejón, pero quizá uno de los capítulos más sorprendentes, como señala Domínguez, sea el referido a los pijos malos de la Panda del Moco, “porque siempre creí que un pijo que se ha criado entre algodones se asustaría de la violencia del mundo callejero, y sin embargo, existen múltiples ejemplos de pijos chungos que se relacionan con todo tipo de delincuentes siendo ellos mismos criminales”. Y así nos descubre a una banda comandada por el Francés, que se mueve por el Paseo de la Habana, famosa por su golpes.

Cuando le pregunto al autor cuál de todos los capítulos le parece el más siniestro, me señala el referido a la plaza de Olavide, en uno de los barrios que hoy más se cotizan en la capital. En los años 80 y 90 amparó a algunos de los traficantes más peligrosos y violentos, donde confluían bandas nazis, con volqueros y abogados corruptos. Un ambiente propio de una serie de narcos en el centro de la ciudad.

[Fuente: Liz Perales para elcultural.com -Enlace original-]

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